Son las 3 de la mañana pasadas en la milonga del Domingo durante el “Midwest Tango Festival” llevado a cabo en Indianápolis por primera vez este año.
Sentada cerca de ventanas empañadas y sintiendo frio, cansada de bailar tango todo el fin de semana y pasar música en la práctica de la tarde de ese Domingo, una “oportunidad” intrépida se encuentra cerca.
Hábilmente me mira y y luego me cabecea y yo juego a que quizás está mirando a la persona inexistente sentada atrás mío. Los dos nos reímos, nos unimos en un abrazo, y rápidamente nos hacemos uno dentro de la música romántica de la Era Dorada que nos envuelve.
Nos sentimos profundamente atraídos al entretejido de la línea vocal y el acompañamiento. Apenas termina la primer canción de la tanda, nos miramos el uno a otro maravillados, sorprendidos y con profunda emoción.
Cuando dos personas se conectan a nivel tan profundo, pecho a pecho, y respiran al unísono entre ellos y con la música, sus cuerpos se fusionan para convertirse en una especie de instrumento musical que se va flotando a otro reino.
Sólo para volver al planeta tierra al final de la tanda.